Por Pablo de Andrés Cobos
Texto públicado originalmente en Juicios y figuras, Ed. Ancos, Madrid, 1970, págs. 95-17.

Conocí a don Ángel Llorca el año 26. Era maestro de primeras letras y dirigía el Grupo Escolar Cervantes, de Madrid, que estaba y está en el número 2 de la calle Raimundo Fernández Villaverde. Cervantes era entonces un Grupo Escolar de ensayo, en régimen de Patronato, con la ventaja, entre otras, de poder seleccionar a los maestros. En uno de esos momentos en que los rectores de la política escolar se inspiraban en el ideario de la Institución Libre de Enseñanza se crearon cuatro Grupos escolares “pilotos”, como dirían los tecnófilos de nuestra hora, dos en Madrid y dos en Barcelona, para no herir las susceptibilidades regionales catalanas: CERVANTES y PRíNCIPE DE ASTURIAS, en Madrid; BAIXERAS y LA FARIGOLA, en Barcelona. La Dirección de CERVANTES se entregó a don Ángel Llorca y las de PRÍNCIPE DE ASTURIAS, niños y niñas, a Xandri y a doña Eloísa López Velasco. De la Dirección de BAIXERAS, niños, se hizo cargo Martí Alpera, y de la de LA FARIGOLA, niñas, doña María Baldó.

La talla humana de don Ángel Llorca fue verdaderamente excepcional y querría yo acertar a mostrársela a ustedes resumiendo mis recuerdos personales. Pero, antes, creo que debo dejar constancia de que en la política de la enseñanza primaria se acusa el mismo bamboleo que en el proceso general y que la gráfica coincide necesariamente con la de nuestra cultura. El señor Llorca nació en un pueblecito alicantino, Orcheta, el año 1866, dos años después que Unamuno y tres antes que Menéndez Pidal; a Azorín, su paisano, le sacaba siete años de ventaja y dos más a Antonio Machado, su buen amigo; sólo se anticipa, seis años a Baroja, a Maeztu le llevaba ocho, y coincide en fecha de nacimiento con Valle Inclán. Murió el año 1942, el 13 de diciembre, como huésped del doctor Calandre.

Es claro que hago estas referencias concretas para situar a este maestro de escuela en el propio corazón de la generación del 98, que para que tenga significación histórica plena hay que extender su comprensión y su estudio a las letras y las artes y las ciencias. Y en las ciencias, a la Pedagogía, y, en la Pedagogía, a la escuela primaria. Porque en nuestra organización de la cultura se da la paradoja de que siendo la Pedagogía la ciencia de la educación y siendo ciencia de rango filosófico, sólo aparece en los planes de estudio del Magisterio primario y, antes, no luego, en el Doctorado de Filosofía, con la Cátedra de Pedagogía Superior. Nuestros legisladores vienen entendiendo que la función docente no ha menester ciencia de la educación ni en la enseñanza secundaria ni en la superior. Y así debe ser verdad porque imagínense ustedes qué escándalo se produciría si se le exigieran conocimientos pedagógicos al Profesor de una Escuela de Arquitectura o de Ingenieros.

Pero es que, además, don Ángel Llorca tiene muy nutrida compañía de notables en esa humildísima esfera del Magisterio primario. Mi propio recuerdo personal puede citar ahora y de corrido a Gerardo García, sucesor de Alcántara García en la dirección de la Escuela Moderna, buena revista de pedagogía; a Martín Chico, en Segovia y Soria, en sentido inverso a Machado; a Santiago García Rivero, muy respetado por la intelectualidad bilbaína; a Martínez Martí en Valencia; un Puig, en Zaragoza; Zambrano, también en Segovia, a quien he podido yo parigualar con Machado; Martí Alpera, Xandri, Hueso, y mujeres como Rosa Sensat, Eloísa López Álvarez, Pilar García del Real, María Baldó, Natividad Domínguez, Anita Rubíes…

Se trata de maestros con cultura de tipo universitario, vinculada a la Escuela Normal Superior, que daba el título de Maestro Normal; y maestros que producían, más o menos, según el medio y los medios, desde la dirección de Grupos escolares o Escuelas graduadas anejas a las Normales. Claro que, como prueba de que estamos en la desarticulada España, estos maestros que se integran tan bien en la generación cimera de nuestra cultura contemporánea conviven con los de “certificado de aptitud”, de quien yo he dejado recuerdo en la figura del “Tío Catite”, una estampa de un libro de literatura infantil (1).

Y es que también hay correspondencia con la generación del 27, heredera legítima de la del 98. Este momento segundo deriva de la Escuela Superior del Magisterio, conjugada con la reforma de los estudios del año 14, que elevó a cuatro los dos años de maestro elemental. Los selectos de ahora están bien nutridos en lecturas de Unamuno y Ortega, los dos ensayistas máximos…, son realizadores eficaces y estaban creando esperanza a lo ancho de la cuarta década del siglo. La Escuela Superior del Magisterio rejuveneció las Normales y la Inspección y a Llorca, Xandri, Martí Alpera y las señoras López Álvarez y Baldó les resultó fácil seleccionar maestros excelentes de la gran cantera que se va nutriendo en todas nuestras provincias, con florecimientos como el de Segovia, que nos da la resurrección de los bordados, la intensa actividad de los “centros de colaboración”, que nacen en un pueblín, Torre Val de San Pedro, de la mano de Norberto Hernanz y Hernanz, que se reintegra a la aldea después de cursar en la Escuela Superior…; con tres con­ gresos pedagógicos, entre los que destaca, por su arrogancia, el primero, que, para dignificar a los maestros, rechaza las representaciones oficiales, aséptico a la adu­ lación y la pedigüeñería…; con las pensiones de la Diputación para el estudio de escuelas en España y el extranjero, de las que brotó la revista Escuelas de España, que entusiasmaba al señor Cossío.

Este momento segundo está bien representado en la Revista de Pedagogía, de la que fue propietario y director Lorenzo Luzuriaga, inspector adscrito al Museo Pedagógico; es revista que vino a cumplir en el campo de la Pedagogía la función universalizadora que la Revista de Occidente cumplió, tan ampliamente, en la esfera de la cultura superior.

La generación del 98, la de don Ángel Llorca, nos da unas docenas de maestros normales, con modos y saberes de tipo universitario; la generación siguiente, del 27, nos ofrece grupos de selección en todas las provincias, ya capaces de crear opinión pública que presione sobre los gobernantes. Y, efectivamente, de esa presión surge el Plan Profesional de estudios del Magisterio de la República, que al Bachillerato completo añade cuatro años de profesionalidad, uno de ellos, el último, de prácticas escolares dirigidas y controladas. Esta carrera casi universitaria generalizó la calidad del Magisterio primario y hubiera sido ya incompatible, en absoluto, con las retribuciones miserables.

Dos circunstancias hacen de don Ángel Llorca el maestro excepcional que fue, el mejor, en aquel grupo de los buenos, los del 98. En primer lugar, su formación profesional, muy completa, como vamos a ver. En segundo lugar, su soltería, que le facilitó la dedicación plena que demandaban su vocación y su temple.                                                         

A) Nació, ya lo hemos dicho, en Orcheta, el año 1866, el 25 de julio, día de Santiago. Obtiene el título de Maestro de Primera Enseñanza el año 87, cuando tiene ya los veinte años de edad, o está a punto de cumplirlos. Empezó los estudios con un retraso que nos obliga a suponer la decisión personal.

Fue maestro de Elche desde el 89 al 907. Pero desde el 92 al 95 amplía estudios en la Escuela Normal de Madrid y obtiene el título de Maestro Normal. Estudia, al mismo tiempo, Pedagogía con Cossío y Psicología con Simarro. Deténganse ustedes un momento a imaginar a este maestro rural en las aulas universitarias, abierta su atención y su simpatía a la palabra, el pensamiento y la conducta de esas dos eminencias: Simarro y Cossío.

En 1907 fue maestro de una escuela de Madrid y en 1909 de otra de Valladolid. Vuelve a Madrid en 1913 y en 1916 se hace cargo del Grupo escolar Cervantes, en cuya dirección permanece hasta la jubilación, el 25 de julio de 1936, fecha en que cumple los setenta años.

De la bondad del ejercicio profesional de don Ángel en Elche tenemos dos pruebas. La primera es un acuerdo del Ayuntamiento, por el que se da su nombre a una calle de la ciudad. La segunda es mucho más significativa: se trata de Premio de Honor y Medalla de Oro en Exposición escolar de Bilbao del año 1905. Don Miguel de Unamuno y don Manuel B. Cossío eran miembros del jurado. Y deténganse ustedes de nuevo a pensar en estas presencias y vean desde ahora a este maestro de primeras letras en relación de amistad con esa otra eminencia del pensamiento español contemporáneo que es don Miguel de Unamuno.

Ya en 1895 se había hecho notar su presencia en la Asamblea del Magisterio en Valencia y en unas Conferencias pedagógicas en Alicante. Esta presencia de don Ángel en asambleas y congresos de carácter pedagógico, tanto en España como en el extranjero, no se interrumpirá nunca ya.

En 1910 disfruta pensión de la Junta para ampliación de estudios e investigaciones científicas. Estudia las escuelas y las instituciones complementarias de la educación popular en Francia, Bélgica, Italia y Suiza. En 1912 la misma Junta le confía la dirección de un grupo de maestros en viaje por Francia, Bélgica y Suiza. En 1921 dirige otro viaje de inspectores y maestros por los mismos tres países.

En 1922 asiste a un curso en el Instituto Juan Jacobo Rousseau, de Ginebra, y participo en un Congreso de Educación Nacional que organiza este Instituto. Visita escuelas alemanas en Munich y Heidelberg.                                                             

En 1925, y con un grupo de sus maestros de Cervantes, asiste al Congreso de Educación organizado por el Instituto Juan Jacobo Rousseau y visita luego escuelas de Francia, Alemania, Suiza y Austria. En 1927 asiste al Congreso de Educación Nueva de Locarno y en 1929 va al Congreso de Helsingor, en Dina­ marca, y visita escuelas de este país, alargando viaje hasta Oslo.

Resulta así que la formación profesional de don Ángel Llorca se estructura sobre los cuatro siguientes elementos:                                                                    

  1. Sus estudios básicos; maestro elemental, primero, en Alicante, supongo, y maestro normal después, en Madrid, con penetración universitaria de altísima cali­dad, nada menos que Cossío y Simarro. Si lo verdaderamente formativo es lo que estira a los hombres, es fácil imaginar el tirón que las aulas universitarias de Simarro y de Cossío darían de la persona de este maestro rural. También es fácil suponer la amplitud de horizontes con que don Ángel habría de mirar desde entonces los pro­blemas de la enseñanza primaria.          
  2. El perfeccionamiento de los estudios básicos con la más amplia información posible de aquellos días. Las notas anteriores sobre sus viajes al extranjero, como las otras de carácter biográfico, las tomamos de un “índice” que redactó e imprimió el doctor Calandre, a título de homenaje personal (2). Pero sus viajes al extranjero debieron ser más y fue constante su relación directa con los creadores de educación primaria en toda la Europa occidental. Yo recuerdo como habituales sus viajes largos de vacaciones de verano, haciéndose acompañar muchas veces de Eloísa López Velasco y Justa Freire, que fueron sus colaboradoras íntimas y permanentes en Cervantes. En todo caso, hay que considerar al señor Llorca como un “correspondiente” en España del Instituto Juan Jacobo Rousseau, de Ginebra, que era el centro pedagógico de más alto rango de aquella hora.
  3. Las relaciones directas e íntimas, vinculantes, con la Institución Libre de Enseñanza, que era nuestro centro productor de Pedagogía, y con las instituciones culturales que la ILE vino inspirando, como la Junta para Ampliación de Estudios, con Ramón y Cajal, Menéndez Pidal, Castillejo, Santullano…; la Escuela Superior del Magisterio, en donde yo oí por primera vez la palabra de la sabiduría, al doctor Pitaluga; el Museo Pedagógico, con la biblioteca que mejor nutría a los estudiantes de la calle San Bernardo; con la Residencia cíe Estudiantes, en la que vivió, casi como familiar de Jiménez Frau, el director, que era yerno de Cossío; con el Instituto Escuela…
    A la Institución Libre de Enseñanza debió llegar don Ángel de la mano de Cossío y desde la Cátedra de Pedagogía, por los años 92 a 95, que son los de su ampliación de estudios. Es claro que por el uso de la biblioteca del Museo Pedagógico frecuentaría el trato con los otros profesores de la Institución, cuando menos con los señores Rubio, Blanco, Rego, Gutiérrez…
    Ya dijimos que Unamuno y Cossío estaban en el Jurado de la Exposición escolar de Bilbao del año 1905 y mi ánimo vuelve a suspenderse imaginando las palabras con que el señor Cossío presentaría a Unamuno a este maestro de la ciudad de las palmeras, de personalidad tan recia y tan definida. Va usted a conocer a un soberbio ejemplar del primitivo toro ibérico, le hubiera podido decir; indomable, y es seguro que de esta pureza se quedaría prendado el autor de El sentimiento trágico de la vida en los hombres y en los pueblos. La amistad con el señor Cossío la conocí yo luego fraternal y sé que la de Unamuno la renovaba en la Residencia de Estudiantes cada vez que el Rector de Salamanca hacía posada en Madrid. En la misma Residencia trató don Ángel a Ortega, que le estimaba, y mucho más a Juan Ramón Jiménez… Y allí mismo, limpio y jovial, se hizo querer del grupo de jovenzuelos que fueron pronto capitanes de la generación del 27, tan característicamente poética.
    No hay que decir que su presencia era presidencia en los medios pedagógicos primarios, y siempre que se tratara de hacer pedagogía, porque no le conocí nunca actuando en la asociativa profesionalidad.
  4. Su propia inquietud, que era máxima y ardiente. Su afán de mejorarlo todo era tan grande que yo llegué a sentirlo como defecto único cuando estudié su Escuela. No sé de nada que le satisficiera plenamente y sé en cambio la frecuencia con que introducía variantes en cualesquiera de los modos y momentos del hacer escolar: programas, lecciones, material, recreos, comedor, decorado, mobiliario. Por esta dinámica interna, ardorosa, apasionada, no era fácil acompañarle y ocasiones hubo de carácter conflictivo con sus colaboradores. En estas crisis don Ángel tenía siempre a su favor: 1º, su autoridad, muy grande; 2º, su reconocido gran corazón; 3º, la ejemplaridad de su conducta, y 4º la actividad conciliadora de Elisa y Justa, que día a día palpaban la ternura infantil que aquel erizo escondía. De estas inauditas asperezas tendrán ustedes noticia luego.

B) Su soltería. Cuando terminó la guerra civil, don Ángel se acogió al calor del hogar del doctor Calandre. Se sentía muy a gusto en aquel ambiente familiar, sencillo y cómodo a la vez. Yo le recuerdo felicísimo con alguna de las hijas de don Luis en las rodillas, Josefina, Julita o Elena, echándole los brazos al cuello. Era la egoísta ternura del abuelo, que llega hasta la mala educación; don Ángel mimaba a las hijas de Calandre como a nietas.

Y fue allí, en casa del doctor Calandre, donde me dio razón un día de su soltería, muy a su manera, de crudas sinceridades. Era uno de nuestros primeros encuentros después de la última gran locura española, que él había pasado en la zona republicana y yo en el otro lado. Le contaba yo mi aventura y me daba noticias él de sus actividades, que terminaron con el ensayo pedagógico de Perelló, en Valencia.

Don Ángel fue miembro del Patronato de Misiones Pedagógicas, con el señor Cossío, que lo presidía; Santullano, que era el secretario; Antonio Machado, el señor Blanco, la señora de Luzuriaga… La convulsión de la guerra civil los desplazó a todos de aquella actividad con más malos que buenos modos. Me lo contaba don Ángel y me decía de una dama que se había acomodado a las formas nuevas, con poca o ninguna lealtad a las figuras representativas del Patronato.    

—Vino a darme explicaciones —me decía don Ángel—, y se me echó a llorar… No lo pude sufrir. La cogí violentamente del brazo y la saqué a la escalera… La despedí gritándole: “Por no aguantar lágrimas de mujer no me he casado, no he de aguantar ahora las de usted.”

Las razones de la soltería de don Ángel fueron sin duda éstas, y también otras, pero la irascibilidad de su gesto era auténticamente suya; se trata de su absoluta intolerancia frente a la hipocresía. Lo que yo quiero hacer constar aquí y ahora es que la condición de soltero le permitió la plena dedicación de su persona a la tarea de hacer un Grupo escolar. Le daba a la Escuela la mayor parte de las horas del día y a ella iban asimismo todos los frutos de su ocio. La Escuela, su escuela, era el lago al que revertían las corrientes que manaban todos los veneros de su espíritu, incluida la materialidad de su patrimonio, pues no había posibilidad en aquellas horas de España de que una Escuela funcionara bien sin que el titular le anticipara créditos, a fondo perdido a veces. Los recreos de don Ángel se centraban en el arte, incluida la música, con la lectura y la conversación, con los paseos y excursiones y los viajes por España y por el extranjero. Pero cuando la meditación posaba estas distracciones en la mente, cuando el ocio las remansaba, todas y siempre cobraban el signo del hacer escolar. “¿Quiere usted saber de dónde saco yo mi pedagogía?” —me decía una vez, golpeando con los dedos un recorte de periódico— “Pues de aquí.” Y el aquí era un artículo de Ortega en El Sol. De la misma manera la sacaba de lo que veía en el museo, el paseo, la excursión, el viaje o la conversación; la sacaba, en definitiva, de su propio pensar, que estaba en su propio vivir.

Es curioso. Es curioso detenerse a pensar que para ser un buen director de un Grupo escolar, como para dirigir una institución cualquiera de convivencia humana, se necesitan las mismas cualidades que para jefe de Gobierno…                                            

Lo de la soltería no es una cuestión baladí. Recuerdo en este instante que tuve ocasión una vez, en Astorga, de acompañar a una Madre Superiora de un convento de clausura a visitar las obras de una residencia nueva en construcción. Iba con nosotros el contratista, pero quien verdaderamente tenía los detalles de la obra entera en la palma de la mano era la Madre Superiora. Yo estuve admirando continuamente la sagacidad de su mirada, la precisión de sus observaciones y la agudeza de sus requerimientos. Cuando regresábamos, medio en serio y medio en broma, le dije:

—Acabo de descubrir la razón de que florezcan inteligencias en las clausuras.
—¿Es posible?
—Pues sí. Creo que sí.
—¿Y cuál es esa razón?
—Pues que al entrar en el convento dejan ustedes en el mundo el corazón y toda la persona se hace intelecto.

La monja se rió de muy buena gana y yo he vuelto alguna otra vez la mirada a esta razón de la soltería, que, al liberar de las responsabilidades familiares, ensancha tanto el tiempo.

Y así, por estas dos razones, formación profesional y soltería, fue don Ángel Llorca en mi pensamiento y en mi experiencia la figura más alta de la generación del 98 en el seno de la enseñanza primaria. Creo, asimismo, que fue, sin limitación de fronteras, una de las figuras más sustancialmente representativas de la corriente pedagógica que se conoció con la impropia denominación de “Escuelas Nuevas” y la más propia de “escuela activa”. No olvide el lector que también fue la ILE la primera gran “Escuela Nueva” de Europa y del mundo.

A don Ángel había que tratarle para quererle; su figura no era atractiva ni era simpático su gesto. De corta talla, pero de complexión recia, se le adivinaba resistente, y efectivamente lo era del mismo modo que en los trabajos en los paseos, las excursiones y los viajes. Tenía ancha la faz, ojos pequeños, que no punzaban porque se mantenían en continuo movimiento, y barba recortada y áspera. Su piel era vellosa, los brazos parecían largos y eran anchos los pies y las manos.

Le vi por primera vez cuando me presenté en Cervantes con función de estudio. Me recibió en una galería; pero me podía haber recibido en cualquiera otro sitio que no fuera el despacho, en donde nunca se detenía. Me acogió con amabilidad y me dijo que podría circular por donde quisiera, que todas las puertas estaban abiertas… También podía preguntar siempre y a todos, con la condición única de no interrumpir ocupaciones ni de maestros ni de niños. Me acompañó para mostrarme las distintas dependencias y ya me dejó solo. En las aulas se trabajaba con la puerta abierta, de manera que desde las galerías se podían seguir los quehaceres escolares.                                                                 

Aquello me interesó vivamente desde el instante primero, pero me sentí desorientado, de manera que al segundo día, pensando que los programas podrían ofrecerme un punto de partida, se los pedí.

—­¿Los programas? ¿Y para qué los quiere usted si tiene a la vista la Escuela entera?… En ese armario están; los cajones no tienen llave.

Y me dio la espalda. Me quedé anonadado. Cuando me rehice empecé a comprender que tenía la razón. ¿Qué necesidad podía tener de los programas quien estaba viendo las realizaciones? Y mucho menos en el caso de Cervantes, en donde los programas no eran una planificación a largo plazo, ni siquiera una programación a plazo corto. Y lo comprendí mejor cuando comprobé que los programas de Cervantes estaban en cuartillas provisionales, intercambiables.                                 

Al segundo o tercer día me llevó a un grupo de ocho alumnos que trabajaban por su cuenta, en equipo y en libertad. Creo recordar, aunque vagamente, que se habían comprometido a hacer un estudio de la Glorieta de Cuatro Caminos. Los propios niños preparaban su plan de trabajo, se asesoraban de don Ángel y de los maestros, según las tareas, y se ponían a recoger y a ordenar datos. Tenían a su disposición una pequeña dependencia, al final, creo, de una galería.

—Es un ensayo —me dijo, encogiéndose de hombros.
—Sí —dije con petulancia—; Dalton Plan…
Interrumpió con acritud:
—¡Dalton Plan!… Es eso lo que tiene usted ante los ojos. Clasifíquelo como le dé la gana…

Y de nuevo me dejó solo y desconcertado. Pero también ahora la reflexión posterior me hizo comprender que la razón suya era tanta como mi estupidez.

Me apliqué entonces a tomar buena nota de cuanto veía y a conversar con los maestros durante los recreos, en el patio o en las galerías, hasta que un día me favoreció la fortuna haciéndome coincidir con don Ángel en el tranvía. El trayecto fue largo y la conversación discurrió con tan simpática naturalidad que cuando nos se­ paramos me sentí inundado de gozo, segura ya en la conciencia la idea de haber descubierto un corazón humanísimo en aquel “primate”. Porque la conversación libre dentro del Grupo era muy poco probable; don Ángel estaba entregado permanentemente a los quehaceres escolares. Desde entonces y ya siempre le comprendí y le quise. También desde entonces le tengo como una encarnación de la anárquica bravura ibérica. Verán ustedes.                                       

1. El Grupo Cervantes, por Grupo de ensayo y por bueno, era muy visitado por nacionales y extranjeros. Las visitas eran colectivas o individuales, de profesionales modestos o de figuras destacadas de la actividad pedagógica, o de las letras o las artes. Comenzaba a tener prestigio la escuela pública oficial; los grupos escolares de Madrid tenían larga lista de aspirantes y Cervantes recibía peticiones de inscripción de niños lactantes, que adelantaban en la cola de ingreso al mismo tiempo que crecían en la cuna.

La visita de un día fue nada menos que del Director General de Enseñanza Primaria con un grupo de funcionarios ministeriales. Don Ángel los recibió como en él era habitual. Les acompañó por las diversas dependencias, dándoles noticia de cada una de las actividades. Si detuvieron a ver trabajar en una de las clases. El Director General hizo observaciones o declaraciones que enfadaron a don Ángel y don Ángel no se contuvo y gritó:

—Eso es una impertinencia que no le tolero a usted. Usted será Director General en el Ministerio, pero no es usted aquí nadie. Dentro de esta casa tengo yo toda la autoridad porque tengo toda la responsabilidad…

Y se terminó la visita. Y no pasó nada. Podría el Director General haber propuesto la destitución de don Ángel; le habría parecido escandalosa al Ministro. Podría el Ministro haber aceptado la propuesta; le habría parecido impolítica al Gobierno. Podría el Gobierno haber decretado la destitución; don Ángel habría alquilado un local para seguir haciendo escuela. Podría el Gobierno haber extremado más la crudeza; don Ángel se habría mantenido en “sus trece” con la misma entereza con que Giner se mantuvo en el Castillo de Santa Catalina el año 75. A don Ángel se le podía convencer, pero no se le nota vencer, porque no se rendía; tan valeroso como el mismo Don Quijote de la Mancha. Me contaba don Pedro Blanco que don Francisco Giner no tuvo oposición en las reuniones de la Institución hasta que en ellas hizo acto de presencia don Ángel Llorca. Don Ángel se le oponía, y hasta con aspereza, “y a nosotros nos aterraba”, decía el señor Blanco.                                                                   

Pero no podía pasar nada; don Ángel Llorca y el Grupo escolar Cervantes eran ya una institución.

2. Se trataba otro día de una visita colectiva; eran maestros de Madrid. Entre ellos iba un señor Calleja, finito, atildado, obsequioso. Hacía pocos días que había muerto la madre de don Ángel y el señor Calleja, al llegar, se apresuró a adelantar la mano, diciendo:    

—Le acompaño en el sentimiento, don Ángel…
Y don Ángel, volviéndole la espalda y avanzando:
—¡Qué me va a acompañar usted, si ni siquiera la conocía!

Y así era de brutalmente sincero don Ángel cuando llegaba la ocasión.

Es anécdota que se comentó mucho en los medios profesionales madrileños y acaso fui único en la defensa de don Ángel. Esa destemplanza, como la casi totalidad de sus brusquedades, eran un homenaje a la verdad. Sea usted veraz, sea usted sincero. No creía que la convivencia estuviera garantizada por los convencionalismos, que tantísima distancia ponen entre lo que somos y lo que parecemos. El quería, y con ardorosa pasión, que las almas fueran tan fuertes que nunca la verdad les ofendiera, y hasta creía que esta fortaleza es natural en los enamorados de la verdad. Y yo le defendía a don Ángel porque ya creía entonces y sigo creyendo ahora que tenía razón y porque también creo que los dolores vivos, como sin duda lo fue el de don Ángel a la muerte de su madre, no se han de remover, y se ha de respetar, en cambio, que celosamente los guarde cada uno en la intimidad de su sagrario. Todos los que tuvimos dolores grandes sabemos que nos los profanan quienes nos los mientan a la ligera. Mi dolor es para mí, quería decir don Ángel; no me lo profane usted con su mentira, por amor de Dios.

3. También he de contarles a ustedes la lección de urbanidad que la humildísima portera del Grupo Cervantes le dio a don Juan de Selgas, refinadísimo aristócrata, con un palacio museo en Asturias, con otro espléndido en La Castellana, con muchos millones y gestos de filantropía. Nos lo contaba el mismo señor Selgas.                                                        

—Jamás olvidaré aquella lección de urbanidad… ¿Cómo podría yo descuidarme?

Don Juan de Selgas tuvo algún tiempo orientada parte de su curiosidad hacia la actividad escolar. Fueron los años de su presidencia del Patronato del Orfanato Nacional del Pardo. Le hablaron de Cervantes, quiso conocerlo y allá se fue solo una mañana; vivía cerca.

Don Ángel tenía de portera a una mujer menudita, insignificante, vestida de oscuro, que apenas se hacía notar. La puerta permanecía cerrada durante las horas de trabajo. Llegó don Juan, llamó, le abrió la celadora la puerta, penetró don Juan en el vestíbulo e iba a exponer sus pretensiones cuando la portera, con voz suave y delgadita, le dijo:                             

—Señor, todos los que entran en esta casa se quitan el sombrero.

Don Luis Calandre y yo nos hemos divertido más de una vez imaginando a don Juan de Selgas ante aquella mujercita con aire de viuda de maestro rural. También don Juan se reía cuando lo contaba, pero asegurando que nunca se había sentido tan profundamente avergonzado.

4. En mis recuerdos del señor Cossío he contado la violencia con que don Ángel retiró la amistad a Besteiro, creo que fue a Besteiro, cuando éste se atrevió a recomendarle el ingreso de un niño en el Grupo. No podía ser amigo suyo quien le suponía capaz de una injusticia.

5. En el verano del año 31 participó en unas semanas de estudios pedagógicos, escolares más propiamente, que organizamos en La Granja. Le acompañó Justa Freire, y no Elisa, que ya había muerto. Nos reunimos un grupo de maestros jóvenes que todavía éramos esperanza, aunque no exentos de arrogante temple, con algunos otros, ya maduros. Se trabajó bien; las sesiones eran dobles, por la mañana y por la tarde, en un local incómodo que nos cedió el Patrimonio, y se sucedieron los temas interesantes.

Don Ángel se manifestó con su habitual sinceridad áspera. Allí estaba, aunque de oyente, el señor Orellana. Por aquellos años se habían hecho frecuentes las bobadinas de los cursos breves sobre cualquiera cosa, apicultura, por ejemplo, o disártricos… El promotor y realizador y beneficiario de los últimos era el señor Orellana, y ya el primer día, tan pronto como vino a cuento, don Ángel habló muy duramente de aquellas inutilidades. El señor Orellana protestó:

—Don Ángel, que estoy yo aquí y le aseguro…                                                          
—Ya sé que está usted ahí y por eso lo digo. Y no asegure usted nada; son modos de perder tiempo y dinero.

Al día siguiente surgió el tema de las dotaciones de material escolar y don Ángel declaró pura necedad, si es que no había intención delictiva, los “gabinetes” de física que se mandaban a las escuelas para que se murieran de asco en los sótanos o en los desvanes, pues ni las escuelas ni los maestros estaban preparados para utilizarlos con fruto. Fue ahora Rafael Verdier el protestante, asegurando que en su escuela de Málaga rendían frutos óptimos. Y también ahora interrumpió don Ángel con destemplanza:

—Ni en la de usted ni en la de nadie; y no nos venga usted ahora con presunciones.   Cuando aquella tarde del segundo día tomábamos café, después de la comida, a la sombra de los frondosos castaños del Medio Punto, Verdier y la mayoría de los asistentes me dijeron que se iban. Me reí de muy buena gana y les dije que esperaba esta reacción. Defendí con calor a don Ángel y les aseguré que las brusquedades de lenguaje eran características de su sinceridad insobornable, que no se correspondían con sus auténticos sentimientos y que muy pronto descubrirían una intimidad que habría de enamorarles. Resumí:
—Son brusquedades temperamentales de lenguaje.
—Pues que se las aguante su padre.

Estaban muy irritados. Pero insistí y obtuve, por fin, un plazo de cuarenta y ocho horas.

El día tercero transcurrió sin incidentes graves y para el cuarto había yo prevenido una excursión, a pie, a la Cueva del Monje y a la Chorranca. La Cueva del Monje es una praderita en un rellano, con casa de guardas forestales, que mira cara a cara al Cerro de Matabueyes, por encima del pueblo, el valle y el río Valsaín. No está lejos de La Cueva del Monje La Chorranca, ya en la fragosidad del bosque. Es una cascada de aguas espumosas y transparentes que no han conocido todavía la luz del sol. En la excursión se manifestó don Ángel como también era: cordial, animoso, juvenil.

El plazo se había cumplido, pero también había brotado la corriente de simpatía. Cuando las sesiones terminaron y nos despedimos, todos los que habían de pasar por Madrid concertaron cita con don Ángel en el Grupo Cervantes, aunque, por vacación, vacío de escolares y maestros. 

                                           

No es ésta la ocasión de exponer las ideas pedagógicas de don Ángel Llorca, muy personales, pero sí, creo, la de dejar constancia de algunas, pocas, notas sustantivas.

A) Don Ángel era anárquico por temperamento y tan liberal su pensamiento que no le faltaría mucho para formularse como anarquía. No creo que sintiera en sí mismo necesidad alguna del Estado. Toda coacción le parecía opresión y viciosa la disciplina que no se identificaba con la libertad.                                       

Algún parentesco con esta línea estructural de su pensamiento tiene una conclusión que nos “impuso” en aquellas sesiones de La Granja. La conclusión era breve, rotunda y escandalosa, por muy minoritaria, en nuestra España del año 31, año en que muchos querían realizar la revolución que Francia había hecho a finales del siglo XVIII.

—Los hijos son hijos de la madre.                                             

Era la conclusión, radical, de don Ángel Llorca. La afirmación fue objeto de diálogos y meditaciones, en las sesiones, en los paseos y en la hora del café, a la sombra de los castaños. La verdad es que a todos nos cogió desprevenidos una proposición tan audaz.

Don Ángel defendió la matriarcalidad con pasión. La paternidad es accidente —decía—; no lo es la maternidad. La mujer, la hembra, es madre por naturaleza; y la naturaleza no le hace padre al hombre, al macho. El hombre se limita a fecundar en acto puramente vegetativo, animal, de apetito carnal; mientras que la mujer, receptora, concibe con verdadera voluntariedad sexual. Y a la concepción siguen los nueve meses de gestación, en los que está la esencia de la maternidad; y a la ges­ tación sigue la lactancia…

Supongo yo que si don Ángel hablara ahora ilustraría sus argumentos maternalistas con noticias muy concretas sobre la inseminación artificial, con los bancos de semen, elocuentemente mostrativos del mínimo papel que al hombre le va quedando en la función, no ya paternal, sino procreadora. Creo que ha sido Rof Carballo, médico­escritor, quien ha dicho ya que la paternidad como institución se extingue y en toda América más que en Europa se niega desde la adolescencia y, de una manera general, que también hemos de entender como definitiva. Negar la maternalidad ha de ser mucho más difícil.

Es claro que don Ángel no olvidaba los argumentos sociológicos. La tarea que la sociedad encomienda al varón —venía a decir— es la de proveer a la esposa de medios económicos con que satisfacer las necesidades del hogar, con su profesionalidad, su oficio, su trabajo. Pero quien luego y verdaderamente ordena esos medios a los fines, bien o mal, es asimismo la madre, que es siempre la efectiva rectora de la intimidad familiar. La guerra civil nos ha ofrecido un ejemplo muy elocuente de lo bien que han defendido las mujeres los hogares que quedaron sin hombre; cualquiera hora nos ofrece experiencia de disolución de los hogares en que falta la madre.

Y es claro que el tema venía de la educación y a la educación tornaba. Porque el punto de partida y el de llegada era que la colaboración necesaria de la familia en la función educadora la encontraría la escuela en la madre, o no la encontraría. La colaboración del padre venía a entenderla don Ángel como indirecta, al otro lado de la ciudadanía.

B) La segunda nota de que quiero dejar constancia es eminentemente profesional; se trata de la capacitación de los maestros. Es claro que hay que distinguir tres momentos: formación, selección y perfeccionamiento. De la formación no nos vamos a ocupar ahora; de la selección, sí, y también del perfeccionamiento.

Como Grupo de ensayo que era Cervantes, la elección de los maestros le correspondía al Patronato, que la delegaba en la dirección. La hacía directamente don Ángel. Convocaba, abría ficha a cada uno de los peticionarios, recogía cuantas referencias útiles le eran posibles y se traía al Grupo a cuantos le ofrecían esperanzas. Los ponía a trabajar y decidía cuando creía seguro el juicio. Este criterio selectivo se fundamentaba en la convicción de que al buen maestro sólo se le descubre en el hacer de la escuela.

Yo conocí dos selecciones. La primera, fundacional del Grupo, que fue excelentísima. Eran los maestros a quienes vi trabajar el año 26. Conocí una segunda promoción de muchachos jóvenes; no los conocí trabajando en Cervantes, pero les he visto luego triunfar dentro o fuera del Magisterio.

Con todo, en el Grupo escolar Cervantes tenía mucha mayor significación que la selección y el perfeccionamiento. Era muy difícil ser un mal profesional en Cervantes. Allí vi yo por primera vez trabajar a los maestros con las puertas de las clases abiertas y fue visión que se hizo obsesiva en mi mente. Es medio tan fecundo de perfeccionamiento que garantiza la máxima productividad. Significa, cuando menos, todas estas cosas:

—No consiente ni la pereza ni la trampa.
—Exige la presencia activa del maestro en todos los haceres escolares.
—Elimina las peligrosas improvisaciones.
—No tolera la destemplanza.
—Fomenta la vocación, como en los artistas.
—Da confianza en sí mismo.
— Naturaliza la disciplina.

Es idea que yo llevé luego con entusiasmo a dondequiera que fui y les aseguro a ustedes que es, además, un bello espectáculo. Recuerdo ahora mismo a María de Maeztu llegando con sus alumnos universitarios al Grupo escolar Claudio Moyano. Caminábamos por la amplia galería hasta el grado en que había de hacerse la lección. Entrábamos silenciosamente y nos extendíamos alrededor de las mesas en que los niños trabajaban. No se hacían presentaciones, no se daban los buenos días, los niños no levantaban la vista de sus cuadernos y el maestro o maestra continuaba en la pizarra o en la lectura o en la conversación… Era un hermosísimo momento del que también María de Maeztu se enamoró pronto y apasionadamente; tanto que había tomado garantías para su continuidad en octubre de 1936.

Es claro que el maestro necesita valor… Pero también lo necesitan el orador y el torero y el cantante y el locutor y el pintor y el actor… Imagínense ustedes trabajando a puerta abierta a los Catedráticos de Institutos y Universidades, a los profesores de Escuelas especiales y a todos los profesionales de la función docente y verán ustedes crecer los perfeccionamientos. Y dense ustedes cuenta, por favor, de que estamos en el tema de siempre, que es el de la veracidad. Hagamos de la sinceridad uno de los cimientos de la convivencia, nos hubiera dicho don Ángel en cualquiera de los momentos de su profesionalidad. Si renunciamos a este principio, ¿cómo educar? ¿Y cómo hacer política?

C) Don Luis Calandre, en su “índice” biográfico, nos dice que don Ángel Llorca dirigió en Perelló un ensayo de “Comunidades familiares de educación”. Este ensayo, del que no tengo información concreta, debió responder a una vieja ilusión llorquiana, que le daba vueltas a la posibilidad de fundir la escuela y la familia. La escuela puede educar poco sin la familia y la familia no puede instrumentar la educación. Los padres y los educadores han de tener conciencia de lo que la calle puede en la conformación de la persona; los educadores no podrán olvidar que el niño tiene muchas más horas de hogar que de escuela. Hay que limitar las pretensiones. En todo caso, habremos de hacer algo por vincular la escuela a la familia, si no podemos vincular la familia a la escuela.                                                       

Sobre el tema conversé con cierta holgura en aquel corto espacio temporal en que cuatro personas creímos que la política nos dejaría institucionalizar educativamente el Orfanato Nacional del Pardo.                         

—¿Y para qué el internado? Hay que situar a los niños en el seno de una familia… ¿Por qué no en el seno de las familias de los educadores?                       

La idea no era nueva, pero sí debió haber novedad en la amplitud del ensayo de don Ángel Llorca en Perelló, en Valencia.                                         

D) “La escuela fundamentalmente es una casa, la casa ideal: joven, bella, sonriente, activa… La casa del vivir puro, del vivir sin darse cuenta de la vida, del vivir por vivir. La casa vecina del bosque, del parque, del jardín, de la huerta, del prado, de la labranza; con gorjeos de pájaros, balidos de ovejas, mugidos de vacas, zumbidos de abejas, cloquear de gallinas…, músicas de bosques, de fuentes, de ríos… La casa del hacer múltiple, de la totalidad del hacer; del vivir más simple en la máxima complejidad.”

Son palabras del señor Llorca en el prólogo de un libro; son síntesis de su ideal escolar en el año 29 (3). Sabe que se trata de un ideal, de una ilusión, de un sueño; y nos lo dice; pero un sueño que deberemos convertir en fervoroso deseo fecundante de nuestra obra total. Es lo que debe querer un maestro. Que la escuela no le trate al niño tan mal como la vida nos trata a todos. “¿Qué sentido tiene dar vida a niños para hacerlos víctimas de la miseria ambiente?” Tuve otro amigo que lo decía de otra manera y desde otro punto de vista: “No tiene derecho a hacer hijos quien los hace esclavos.”

Y ya ven ustedes cómo otra vez y siempre reaparece la ternura de un gran corazón, la sensibilidad exquisita de un maestro que sueña la escuela como un poeta. Y en verdad que en el párrafo trascrito hay latido, pálpito, toque de oro de un Tagore y de un Juan Ramón Jiménez. Estos hombres que ennoblecen cuanto miran, incluidos los malos modos…

(1) Estampas de aldea. Literatura para los niños, Escuelas de España, Madrid, 1938. El capítulo correspondiente está en las págs. 31-­34.

(2)  [Luis Calandre], Ángel Llorca (MDCCCLXVI­MCMXLII), Madrid, 13­XII­MCMXLIII. Es un folleto de 11 páginas que contiene tres breves apartados: 1º “Escuelas de ensueño” (págs. 3­-5), procedente de Ángel Llorca, “Los cuatro primeros años de la Escuela primaria, 1929” (págs. 10­11); 2º “Biografía” (págs. 7­-9); y 3º “Publicaciones” (pág. 11).

(3) Ángel Llorca, Los cuatro primeros años de Escuela primaria, Madrid, Librería y Casa Editorial Fernando, S.A., 1929, págs. 10­-11.

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